Llegué tarde, como de
costumbre.
Todos los martes es lo
mismo. Yo no entiendo por qué demonios: “Martes no te cases, no te embarques,
ni de tu casa te apartes”. Siempre me ha parecido una estupidez ese dicho, pero
parece tener algo de cierto porque todos los benditos martes es lo mismo.
Cuando entré al salón, sentada al lado de la profesora, estaba una muchacha muy
concentrada hablando de algo y todos la escuchaban. Seguí a la manada. Me senté
a escuchar. No recuerdo ni media palabra de lo que decían, tengo una memoria de
mierda. Pero la muchacha dijo que nos leería algo inédito de su nueva
producción. “Ah, pero es escritora… eso lo explica” pensé.
Leyó algo de las camioneticas, una competencia extraña entre El Gran Poder de Dios y otra unidad colectiva. Pepe, Chucho, no recuerdo el nombre de los personajes que peleaban por el amor de Yuleisy. A todos les gustó. A mí no. Bueno, a mí sí. Es decir, me explico… La narración era genial, impecable, de esas que te atrapan hasta final, pero personalmente odio el tema de lo urbano. Lo detesto, en serio, porque detesto el concreto, el asfalto y odio salir a la calle y tener que ver gente todos los días. Quisiera vivir en una montaña. Odio montarme en una camioneta, odio pelear por el maldito ticket, odio mi carnet vencido. Y esa historia estaba hecha con una de esas narraciones súper brutales que te hacen sentir dentro del relato mismo, y de repente el salón entero se convirtió en una maldita camioneta a toda velocidad que llevaba un reggaetón sonando con los bajos vibra culos, el colector arrimándome hasta el infinito y donde no me querían recibir mi ticket. “No vale, qué estrés” pensé.
Leyó algo de las camioneticas, una competencia extraña entre El Gran Poder de Dios y otra unidad colectiva. Pepe, Chucho, no recuerdo el nombre de los personajes que peleaban por el amor de Yuleisy. A todos les gustó. A mí no. Bueno, a mí sí. Es decir, me explico… La narración era genial, impecable, de esas que te atrapan hasta final, pero personalmente odio el tema de lo urbano. Lo detesto, en serio, porque detesto el concreto, el asfalto y odio salir a la calle y tener que ver gente todos los días. Quisiera vivir en una montaña. Odio montarme en una camioneta, odio pelear por el maldito ticket, odio mi carnet vencido. Y esa historia estaba hecha con una de esas narraciones súper brutales que te hacen sentir dentro del relato mismo, y de repente el salón entero se convirtió en una maldita camioneta a toda velocidad que llevaba un reggaetón sonando con los bajos vibra culos, el colector arrimándome hasta el infinito y donde no me querían recibir mi ticket. “No vale, qué estrés” pensé.
“¿Alguna pregunta? Pregunten,
pregunten porque como podrán notar yo hablo mucho”… (Risas) ¿Cómo no reírse?
Esa chama era más carisma que gente. Todos preguntaron cosas. De repente una
pregunta llevó a la otra y la otra a la otra y de pronto estaba hablándonos de
Massiani. Con lo mucho que yo amo, adoro y me caso con Massiani. Resulta que el
libro que fue un descubrimiento para ella y al mismo tiempo un llamado al mundo
de la literatura, lo había sido también para ella: Piedra de Mar, casi a la misma edad. Teníamos otra
cosa en común además de anteojos enormes.
“¿Alguna pregunta? ¿Alguien
más? No todos a la vez” (Risas). Yo tenía una pregunta, pero pensé que sería
muy chocante hacerla: “¿Cómo te llamas?” o “¿Quién eres tú?” o “¿Cuál es tu
nombre?”, todas sonaban tan mal. Estuve a punto de cagarla, pero me contuve
porque pensé que la profesora me iba a lanzar un zapato si preguntaba eso. Llegué
tan tarde, desorientada como siempre, no sabía quién era ella, ni quién era yo
y necesitaba saber. Y fue un completo misterio hasta que nos dio su correo. Se
trataba de Tannia Maruja García, escritora venezolana, un nombre llevaba rato
sonando en mi cabeza por algo del XI Encuentro Internacional de
Poesía UC, algo de la FILUC, algo de Zona Tórrida, algo de un taller.
Terminó la clase y todos
quedaron sonrientes, satisfechos y con esa cara de: “Wow, qué fino es
todo, yo también quiero escribir”. Quedaba esa sensación agradable en el
ambiente, fue una clase bastante amena, ella se convirtió en el rostro y el
porte de la literatura contemporánea, fresca, digerible, chévere, divertida y
juro que todos salieron de ahí con planes de leer a Massiani, de leérsela a
ella y de leer cualquier cosa, porque esa clase en sí misma fue la manera más
efectiva de divulgar la literatura que he visto, de hacerla más cercana, más
agradable.
Yo me fui. No le dije ni hola
a Tannia Maruja, me dio pena… ¿Qué le iba a decir? “Holaaa, yo trato de es
cribir pero soy medio idiota y no termino de
terminar nada”, así mismo, con mi voz nasal y mi cara de gafa. No
vale, qué pena.
Me fui. Seguí con mi vida de
persona extraña que odia todo, depende del transporte público y vive en una
playa mental.
FIN.